QUEVEDO Y VILLEGAS, Francisco de (1580-1645) Francisco de Quevedo nació en Madrid el 17 de septiembre de 1580, en el seno de una familia hidalga; su padre, Pedro Gómez de Quevedo, originario de la montaña santanderina, era secretario de la princesa y la reina de España. La educación del joven Francisco estuvo a la altura de su linaje, recibiendo las primeras letras con los jesuitas (en su Colegio Imperial de Madrid) y pasando después a la Universidad de Alcalá de Henares, donde se graduó de bachiller y licenciado; aunque cursó después estudios de Teología, parece que no llegó a concluirlos. Asentado en Valladolid durante los años en que permaneció allí la Corte, Quevedo empezó a darse a conocer como poeta ante una sociedad que no tardaría mucho tiempo en rendir pleitesía a su ingenio y talento desbordantes. El éxito del incipiente escritor era casi unánime, incluyendo a genios tan consagrados para entonces como Lope de Vega, aunque entre las excepciones hubo también personajes de mucho renombre, como Luis de Góngora, con quien se inició ya en aquellos años una enconada enemistad, tanto en el terreno personal como en el artístico. El enfrentamiento se tradujo en la creación (más o menos artificial) de una dicotomía poética entre dos escuelas, el conceptismo y el culteranismo, en torno a las cuales se fueron agrupando los diferentes ingenios de la época, según tomaran partido por Quevedo o Góngora. De vuelta a Madrid, y tras haber escrito importantes jalones de su obra, como «El buscón» (novela picaresca) o algunos «Sueños» (prosa satírica), Quevedo comenzó a introducirse en el ambiente literario capitalino, así como a relacionarse con las altas esferas de poder, entablando estrecha amistad con el duque de Osuna, Pedro Téllez Girón, uno de los personajes que más influencia iba a tener en el transcurso de su vida. Al servicio de este noble, virrey de Nápoles y Sicilia, estuvo Quevedo entre 1613 y 1619, desempeñando misiones diplomáticas que, si bien le reportaron grandes beneficios durante esos años (la concesión del hábito de Santiago y de una pensión, por parte de Felipe III), acabaron por acarrearle el destierro y la prisión cuando el duque cayó en desgracia y se truncó su carrera política. En los primeros años del nuevo privado, el conde-duque de Olivares, consiguió otra vez Quevedo el favor del poder político, a cuyo servicio puso gran parte de su talento literario, escribiendo obras históricas, políticas y filosóficas que ensalzaban la monarquía y daban propaganda a los logros económicos y sociales del valido. Pero, a mediados de la década de los treinta, Quevedo cambió el rumbo de sus simpatías políticas, que comenzaron a decantarse hacia la nobleza opositora encabezada por el duque de Medinaceli; mal enemigo encontró, desde luego, en el conde-duque, cuyo autoritarismo dio con los huesos del escritor en la cárcel-convento de San Marcos de León, donde permaneció recluido desde 1639 hasta la caída de Olivares en 1643. La enfermedad y el abatimiento se habían apoderado de Quevedo durante el período de encierro en la torre de San Marcos, y no viviría mucho tiempo después de su nueva puesta en libertad. Estando en Villanueva de los Infantes, murió el genial escritor el 8 de septiembre de 1645. Dejaba tras de sí una ingente producción literaria, en la que cultivó los género más variados, dejando siempre su personal e inconfundible huella artística en todo lo que escribía. No fue precisamente en el teatro, sin duda, donde el genio de Quevedo brilló con más fuerza. No, al menos, en el teatro mayor, que cultivó poco y con más pena que gloria, aunque sí hay que hablar de él como uno de los grandes maestros del teatro cómico breve. Situado a caballo entre Cervantes y Quiñones de Benavente, los entremeses de Quevedo ejercieron una enorme influencia en el devenir del género. Muy celebradas son también sus jácaras, aunque plantean un problema de adscripción genérica, ya que no está muy claro su carácter dramático.
|